
por Fernando Somoza Especial para NA (*)
La polis está cada vez más dinámica, pero impelida por la aparición de falsos profetas que llegaron con fuerza tras la recuperación de la democracia, donde lograron un espacio fértil para sembrar sus ideas, tantas veces vulgares y otras tantas esotéricas, pero escapando a lo que sería la verdadera necesidad de los pueblos para abogar hacia la felicidad como bien supremo.
En ese sentido cabe pensar si nuestro ADN no guarda algún tipo de elemento que ante tanta vulgaridad nos lleve a la autodestrucción como modo de salvación.
Si andamos por los caminos del presente, observaremos que salvo honrosas excepciones estamos bombardeados de mentiras. Claro que una mentira publicitaria para vendernos algún producto entra en la categoría de “deslealtad comercial”, pero qué ocurre cuando quienes nos mienten son los que juraron (literalmente) manejarse con respecto, honestidad, probidad y bla bla.
Desarrollemos brevemente algunas cuestiones. Cristina es ¿culpable o inocente? En una punta hay juristas de renombre que señalan un verdadero disparate jurídico, mientras que, en el caso contrario, los jueces que firmaron el fallo condenatorio fueron los máximos representantes de la Nación. Dentro de ese universo se manejan las más variadas circunstancias.
Algo similar pasa con la amplia mayoría de temas que tienen que ver con la vida cívica de nuestros habitantes, situaciones que van desde: si está bien abordar colectivos escolares por parte de gendarmería para saber si los púberes van a una marcha política, o entender si el patrullero que se prendió fuego ocurrió como parte de los manifestantes o de los servicios de inteligencia.
Acaso la criptoestafa fue o no tal ¿Quién investigará? ¿La misma justicia que condenó a Cristina o la que le permite a Mauricio seguir paseando por el mundo?
Tampoco sirven de nada las valoraciones moralistas sobre la política de tiempos idos frente a estas del presente.
Existe una larga tradición de que los políticos mientan a los gobernados y que eso se puede castigar a través de la posibilidad del voto, pero no es tan simple.
El engaño es tan viejo como la humanidad misma, pero por lo general está armado por quienes han sabido “pulir” dicha capacidad, aunque se trate al fin y al cabo de un disvalor.
Entonces, la responsabilidad en quién debiera recaer además del truhán es en la figura del estafado, que no ha sabido contrarrestar semejante engaño haciéndose de herramientas que le permitan estar capacitado para superarlas.
Hoy el ciberdelito está creciendo a pasos agigantados y también sus víctimas, pero por también son las víctimas las que deben estar al tanto de las nuevas modalidades para no caer en los intentos.
Con la política pasa algo similar, pero en este caso el mismo estafador nos ha llevado a un estado de caos mental, en el cual le resulta cada vez más fácil hacer caer a sus víctimas (nosotros).
Por ese motivo resulta muy interesante repetir aquello de que en la escuela “se deben profundizar los conocimientos en matemática y lengua”, pero no escuchamos a nadie que diga que deben reforzarse las materias sobre humanidades, para conocer al dedillo cuales son nuestros derechos, para que no todas sean obligaciones a favor de los sectores más poderosos.
Sin dudas que, de aprender estos detalles, no sería tan fácil para la clase política estafarnos en forma permanente, para apoltronarse dentro del aparato del Estado como si fueran monarcas y seguir viviendo “de la nuestra”.
La mentira, la ocultación de información, la tergiversación y el secretismo han estado presentes en la vida pública de cualquier sociedad humana organizada en cualquier época, pero quienes son los generadores han tenido mayores posibilidades ahora de sacar un conejo de la galera, debido a que estamos enfrascados en “mover la pantallita” para vivir la vida de otros o mentirnos acerca de la nuestra, como si fuera parte del contagio que genera el engaño.
La filósofa alemana Hannah Arendt decía que con la mentira política se persigue cambiar el relato a conveniencia, a pesar de la realidad.
Los ensayos de Arendt, “Verdad y política” y “Mentira en la política” señalan que (la verdad) “siempre está en peligro de ser agujereada por las mentiras de los individuos o despedazada por la mentira organizada de grupos, naciones o clases”.
La mentira siempre ha sido un instrumento político, pero la acción (las acciones) del Gobierno como mentira ahora parece ser el único. La verdad de los hechos está asombrosamente amenazada, como admitía Arendt en su pensamiento. Ya no sirve. Los hechos ya no son suficientes para rebatir una mentira que puede instituirse como verdad.
Hay una sola forma de contrarrestar todo esto y como siempre será a través de la educación, pero atención, también los argumentos que defienden la educación y formación de los individuos pueden tener en su germen una gran mentira, como lo señalábamos acerca de enseñar “para la productividad” exacerbando las materias apuntadas al trabajo, o “para la vida” fomentando las ciencias sociales para hacer de este mundo en caos, algo un poco mejor, que se vaya perfeccionando hacia el futuro y sus ciudadanos no puedan ser engañados en forma permanente.
Maquiavelo afirmaba que el gobernante debe tener “la astucia del zorro” para hacer frente a las distintas adversidades que pueden surgir en la vida pública.
Especialmente, sostenía que cuando la masa acepta la veracidad de la mentira del poder no es necesario recurrir a la violencia ni al enfrentamiento directo entre gobernantes y gobernados.
En consonancia con nuestra hipótesis cultural, Pierre Bourdieu decía que “nuestra familia, nuestros amigos y el sistema de educación han sido los responsables de nuestra formación como actores en sociedad”.
Los políticos, pero también cualquier agente colectivo o individual, actúan porque así se les ha enseñado y a menudo exhiben un elemento de genialidad creativa que es el producto de la experiencia de su aprendizaje.
Desde esta visión, no sólo mentirían los políticos, sino que también es algo que harían frecuentemente los medios de comunicación y los propios ciudadanos al interpretar distintos papeles en la vida pública (cuando votamos, cuando discutimos sobre política, cuando leemos la prensa, etc.).