
por por Fernando Somoza Especial para NA (*)
“La República Perdida” es un documental posdictadura, estrenado en 1983 (tuvo una saga “La República Perdida II” en 1986) que funcionó como ariete comunicacional contra la seguidilla de golpes de facto en nuestro país, que terminaban por coartar con las democracias siempre incipientes, luego de la revolución de 1955 que derrocó a Juan Domingo Perón.
Aquel documento, resultó más que una bocanada de aire fresco para que la ciudadanía pudiera expresarse libremente respecto a sus derechos humanos inalienables.
Más de cuatro décadas después, con la República a entero cargo de la ciudadanía, debemos reconocer con cierta desazón que no era tan fácil. Que en verdad, con la Democracia no se cura, no se come, ni se educa, per se; sino que hacen faltan otros aditamentos que se emparentan directamente con la cultura de quienes componen las comunidades y las clases políticas que los gobiernan.
El marco teórico simplificado indica que la Res – pública o “cosa pública” según los romanos, no es más que el equilibrio entre las instituciones del Estado a través de la división o separación de poderes, que distingue entre el poder ejecutivo (gobierno y ejecución de las leyes), el poder legislativo (promulgación de las leyes) y el poder judicial (administración de la justicia).
Sin embargo, tales organizaciones están compuestas por hombres y mujeres, que debieran representar al pueblo a través de valores como la honestidad y la integridad, fundamentales para una política efectiva y justa.
Estas cualidades no han sido demostradas en la gran mayoría de los dirigentes políticos y tampoco en la mayoría de los grupos de poder que desde el sector privado deben acompañar la vida republicana.
De esa manera, hoy trasuntamos la desconfianza en nuestros líderes, lo cual dificulta el buen funcionamiento de la democracia y la gobernanza.
Sin esta confianza, el tejido social se debilita y la ciudadanía se vuelve apática y con ello deja de participar dejando el campo orégano a los inmorales.
Cómo salir del pantano en el cual quedó sumergida la República, que acumula hechos aborrecibles para la vida democrática cometidos desde el Ejecutivo, el legislativo y los jueces.
Cómo desembarazarse de la corrupción y el individualismo propio de los que forman parte del Estado que, incluso en nombre de la República, lo esquilman.
Ministros que mienten en las estadísticas, legisladores que dibujan declaraciones juradas, magistrados prebendarios que entran en el ‘toma y daca’ con unos y otros.
¿Hace falta mencionar los ejemplos? Son innumerables, ya sean en un municipio, más en una provincia, peor en la Nación.
La moneda corriente es la deshonestidad de los representantes que no representan a nadie. Que llegan al poder en “nombre de todos” para horas después poner sólo el propio para la recepción de beneficios y privilegios.
Se perdió la calle y con ello el ágora que tenían las comunidades para manifestarse. En tiempos de internet todo se traslada a las redes sociales, un ámbito propicio para el anonimato y el engaño. El escenario perfecto para los oportunistas que falsean desde proyectos que nunca cumplirán hasta sonrisas ensayadas para la foto.
El aire fresco que se respiraba hace cuatro décadas, se fue contaminando por la corrupción que todo lo echa a perder.
Hoy asfixia y tiene un olor pútrido, aunque los comunicadores nos llenen las narices de perfumina.
La República perdida no la pudimos encontrar, sigue secuestrada por los mismos de siempre, que al menos ahora tienen la piedad de engañarnos en lugar de masacrarnos, haciendo que la vida sea todavía más indigna que la muerte.
En esta democracia sin signos vitales, nos insuflan cada tanto una esperanza que es sólo eso, la zanahoria que sigue el burro hasta estallar de agotamiento.
El oasis que nos pintan es sólo un espejismo, deberíamos saberlo.
Pero el burro es insistente.