
por Fernando Somoza Especial para NA (*)
Para quienes preferimos analizar la política en favor de los ciudadanos, sin clasificarlos como “de bien” (o “de mal”), utilizando para ello la prevalencia de los derechos humanos en democracia, se hace difícil no preocuparse frente a la escalada de violencia entre los distintos espacios político partidarios de nuestro país, lo cual sumando a una debilitada economía cuyos responsables no parecen encontrar el rumbo; terminan elaborando un cóctel explosivo que sólo necesita de una pequeña chispa.
Lamentablemente para todos y particularmente los asalariados y pequeños comercios y pymes, la bonanza prometida no llegó a pesar de las promesas de los “campeones de todo” y hoy como ayer, los brotes verdes, no asoman ni con fertilizante.
En ese escenario, el malestar social se hace evidente y unos y otros sectores vastamente polarizados, chocan sin cesar en un laberinto de espejos donde cada uno se mira a sí mismo.
Lo advertía hace menos de un año el Journal of Democracy, respecto a que la creciente violencia y la retórica peligrosa que están experimentando Estados Unidos y un puñado de otras democracias ricas y desarrolladas se deben principalmente a un problema político.
Un problema con tres dimensiones: la primera es la intensa polarización política: los votantes sienten que están en una lucha existencial en la que su libertad y su democracia mismas dependen de derrotar a los partidos opuestos. Algunos se polarizan tanto que están dispuestos a comprometer la democracia para obtener beneficios partidistas e incluso a excusar la violencia perpetrada por los partidarios de su partido.
La segunda es la exacerbación y explotación de la polarización existente por parte de algunos líderes políticos para generar lealtad de los votantes y aumentar el apoyo. Los partidos también pueden coquetear con un apoyo retórico o incluso más profundo a los grupos violentos para intensificar los sentimientos de nosotros contra ellos y así energizar su base de votantes, intimidar a los candidatos y votantes opositores y presionar a los administradores electorales, todo ello para aumentar las posibilidades de victoria.
La tercera y última dimensión es la intensa desilusión de algunos ciudadanos con el funcionamiento del sistema político y con todas las opciones de los grandes partidos. Ese desencanto puede llevar a los ciudadanos a justificar la violencia con la esperanza de lograr algo -cualquier cosa- diferente.
En la Argentina estamos pasando por todos y cada uno de los estadios mencionados, los cuales vienen reproduciéndose no de ahora, sino que de décadas de desentendimiento grave, donde cada uno no es capaz de escuchar al otro y buscar consensos.
Esa situación, tal como indicábamos al principio muestra escaramuzas con pequeñas explosiones que en verdad se inician como implosiones hacia dentro de los partidos que quedan desmembrados en ideas e ideologías, denotando que han perdido el norte que los guiaba.
En medio de ese caos, son los individuos los que terminan siendo protagonistas y con ello se enaltecen las posibilidades de corrupción y asociaciones de intereses individuales que no contemplarán lo colectivo.
Si le sumamos el flagelo de la situación económica que según los especialistas parece estar anclada sin un programa válido luego de más de un año y medio de esfuerzos por parte de las clases mas vulnerables, el peligro de un genocidio parece cercano y con ello las revueltas que lo acompañarán.
Las alarmas que se encendieron esta semana tras algunas maniobras realizadas por parte del gobierno con los bancos responden más a un manotazo de ahogado que a un funcionario seguro respecto al plan.
La cercanía de las elecciones provinciales y nacionales en lugar de atemperar recalientan más el día a día y quienes miran desde afuera, no parecen del todo cómodos a la hora de pensar en seguir proporcionando ayuda.
Varios, esperan con la antorcha en mano, porque es bien sabido que la clase política nunca ha sido demasiado criteriosa y responsable y cuando está por salir mal ayuda a que la fatalidad ocurra.
No es nuestra intención ser agoreros, pero es justo pensar que por el silencio ejercido por muchos, llegamos a este estado de cosas, frente a un proceso que parece irreversible, pero cuyas consecuencias son inimaginables.