por Fernando Somoza Especial para NA (*)
A veces hace falta que uno, desde la supuesta ignorancia, diga lo que muchos no se atreven a admitir: la economía argentina está paralizada, y no porque el pueblo haya decidido dejar de consumir, sino porque la conducción del país -gobierno, economistas ‘estrella’ y casta política- ha convertido la gestión económica en un experimento interminable que no le sirve a nadie.
Hoy la foto es insoportable: comercios vacíos, pymes que desaparecen, grandes superficies que empiezan a bajar persianas, industrias que adelantan vacaciones o directamente cierran, incluso alimenticias que supieron ser la base de nuestra actividad productiva están quebradas.
El consumo y los salarios están frenados, las jubilaciones y pensiones están siempre por detrás, y la obra pública —ese motor histórico de actividad y empleo— permanece apagada como si fuera un gasto innecesario y no una inversión estratégica.
La postal económica es tan triste que la anécdota del último CyberMonday terminó de desnudarnos: el producto más vendido fue papel higiénico. No televisores, no computadoras, no viajes. Papel higiénico. Si eso no es un símbolo del empobrecimiento colectivo, ¿qué lo es?
Y mientras todo eso ocurre, los economistas de siempre -los iluminados del Excel, los devotos de modelos importados, los que creen que la realidad debe adaptarse a sus teorías y no al revés- siguen pontificando con una soberbia casi religiosa. Se presentan como sacerdotes de la verdad económica, incapaces de dudar, de escuchar y de revisar una sola de sus recetas, aunque los resultados, una y otra vez, hayan demostrado su fracaso.
A no hacerse los distraídos, los economistas también son responsables de este desastre. Tan responsables como la “casta política” que dicen criticar mientras negocian poder en internas infinitas, en lugar de mirar el cuadro completo de un país que se cae a pedazos.
Ambos grupos —tecnócratas y políticos— parecen haberse puesto de acuerdo en algo: discutir teorías, defender banderas ideológicas o ganar pequeñas batallas partidarias, mientras la gente común pierde el combate más importante, que es el del día a día.
El gobierno de Javier Milei, en sus dos años de gestión, se mantuvo inmutable. Inflexible. Orgulloso de no modificar ni un centímetro de su política económica, aun cuando el deterioro social ya es inocultable. Como si decir “esto no está funcionando” fuera una muestra de debilidad y no de inteligencia. Como si rectificar fuera traicionar, cuando en realidad muchas veces es la única forma de salvar.
La economía real -la que se vive en los hogares, en los negocios, en las fábricas- está gritando desde hace rato. Pero parece que nadie quiere escuchar. Ni el gobierno, ni los economistas que se creen dioses, ni la dirigencia política que sigue jugando sus propios juegos sin registrar que el tablero entero está roto.
¿De qué sirve tener razón en los papeles si la realidad dice otra cosa?
¿De qué sirve sostener modelos teóricos si el país se achica, se empobrece y se vacía?
¿De qué sirve que un economista explique que “vamos por el camino correcto” cuando la gente no llega a mitad de mes, los comercios no venden y las empresas se van o cierran?
Por estos días en una entrevista en streaming, el cortesano Ricardo Lorenzetti afirmó que consideró fundamental repensar la democracia para fortalecerla y evitar que siga perdiendo eficacia y legitimidad social. Citó el libro “Cómo mueren las democracias”, de Steven Levitsky y Daniel Ziblatt, para advertir que las democracias rara vez caen por un golpe de Estado, sino por “inanición”, es decir, por la pérdida de entusiasmo y la instalación de una “era de la desilusión”.
La economía no se mide por la pureza de un modelo: se mide por el bienestar de la población. Y hoy los argentinos están peor que hace dos años. Esto no es un debate académico: es vida real, angustia real, números reales.
Quizá sea tiempo de que el gobierno deje de escuchar a gurúes infalibles, a economistas que jamás pagan las consecuencias de sus errores, y a políticos que sólo cuidan su quintita y sea momento de admitir que nadie puede sacar adelante un país encerrado en su propia soberbia.
Podría probarse alguna vez hacer lo más sencillo -y lo más difícil- trabajar en conjunto, escuchar al otro, sumar miradas, construir soluciones con todos los sectores, incluso con aquellos que piensan distinto.
Seguimos repitiendo recetas. Después no digamos que no vimos venir el golpe.
(*) fersomozaok@gmail.com